Spook Factory, el vuelo del murciélago
Por Joan M. Oleaque, periodista y profesor de Periodismo en la Universidad de Valencia. Es también autor de los libros-reportaje Des de la tenebra y En èxtasi, éste último sobre la evolución del ocio joven en los últimos veinte años.
"Hace unos 18 años, cada fin de semana nos íbamos a Valencia, al Spook Factory, porque admirábamos al disc-jockey por lo que hacía. Se llamaba Fran Lenaers, e igual te pinchaba desde Front 242 a Ramones o a los The Cure. Y para mí siempre ha sido el punto de partida. Yo pinchaba en bares, pero cuando salía por Barcelona me encontraba discotecas de funky o de música disco y el pop y el rock se ponía en bares musicales y en sitios para no bailar. Y cuando me dijeron que existía este oasis en Valencia no me lo creía, fui y me quedé flipado. Principalmente por la forma de pinchar de Fran, y luego por la cantidad de gente que bajaba allí. Desde Barcelona, Madrid y todos los lados. Lo que él hacía no se le había ocurrido a nadie, es decir, meter esa música para bailar".
Son palabras de Amable, el exitoso Dj que, desde la sala Razzmatazz de Barcelona, se ha convertido en el referente para público indie de toda España. Las compilaciones discográficas del club, realizadas por el propio Amable, son hoy consideradas como lo más en eclecticismo y han merecido grandes críticas en los medios alternativos. No obstante, con modestia y valentía, Amable reconoce que su dedicación a los aspectos más avanzados de su profesión se empezó a gestar en sus ya lejanas –pero aún presentes- excursiones a Spook. Lo mismo le ha pasado a legiones enteras de dj’s de toda España. Sin embargo, lo raro es que lo reconozcan.
Quien esto suscribe, puede dar fe. En 2004, publiqué un libro que, entre otras cosas, hablaba sobre la época de éxito de distintas salas valencianas de los 80, y de su posterior y satanizada conversión en mega-fenómeno de masas. La mayoría de las críticas al trabajo, por suerte, fueron buenas. Alguna, no obstante, me llamó la atención. Había una que más o menos venía a decir: "el autor nos dice que si no estuvimos en Valencia en aquel momento, nos estábamos perdiendo algo".
Quien escribía la crítica, que no era de aquí, consideraba impensable que esta ciudad pudiera haber estado alguna vez en los puestos preferentes de la vanguardia musical. Supongo que le resultaba difícil de aceptar después de que los lodos de la ruta del bakalao redujeran la imagen de todo lo relacionado con el negocio local del baile a la charanga, la pandereta y el delirio. Un espanto que aún pesa.
Para él, y para cualquiera que tenga dudas al respecto, hay que aclarar que, cuando poco o nada había en otras partes, se cocinaron en Valencia platos con ingredientes musicales que marcaron el inicio del ocio joven nocturno tal y como se conoce hoy. Platos que alcanzaron su punto álgido de cocción en los fogones de la pista de Spook Factory.
PREFACIO Antes, en los primeros momentos de la década de los 80, en el pueblo de Sueca, la discoteca Barraca había empezado a definir qué era la nueva música de baile. Lo estaba haciendo como alternativa frente a las opciones nocturnas más encorsetadas y burguesas de la capital –de cualquier capital del estado-,aprovechando la energía ávida de cambios que electrificaba el ambiente del momento y el hecho de que, en Valencia, más que en Barcelona o Madrid, todo era posible en materia de ocio y modernidad, porque todo estaba por hacer. Juan Santamaría, desde la primera tienda de discos de importación de la que se tiene noticia, Zic Zac, nutría de rarezas el gusto rupturista de Carlos Simó, quien sería conocido por distintas generaciones como el distintivo dj de Barraca.
La mayoría de las discotecas de aquel tiempo, o eran locales con pretensiones funky-pijas o, sitios donde las primitivas tribus urbanas –o los propios chulos del barrio- iban a pegarse.
En Barraca, en cambio, se abría la puerta a todos aquellos que querían entender el fin de semana como otra cosa: unas vacaciones vanguardistas, apasionadas y estrambóticas de la realidad. En ellas, la música negra, devaluada en aquel momento, se consideró un reclamo para perpetuar el pasado. Por eso, Carlos optó por un inconcebible combinado de música blanca que mezclaba sin tapujos el rock americano con todo nuevo sonido inglés, espolvoreado con los aullidos de divas punk estilo Lene Lovich y con lo mejor de la nueva música independiente valenciana y española. El conjunto apabullaba.
Como la apuesta tuvo éxito, cerca, también en Sueca, otra discoteca, Chocolate, se convirtió en su reverso: en vez de por el color, apostó por la oscuridad musical y por el morbo de las corrientes estéticas más extremas.
BATIR DE ALAS Pese a que su funcionamiento no dependía realmente de la atención que generaba en la masa de Valencia capital –la gente que estaba al tanto de las cosas ya acudía, tanto desde los pueblos como de la ciudad- era un hecho que cada vez más gente de la capital pensaba en acercarse por Barraca y Chocolate. No obstante, ambas quedaban lejos de los principales accesos urbanos, y su esencia estaba fundamentada especialmente sobre la extravagancia comarcal, algo que podía costar de asimilar a la clientela de la ciudad menos estrambótica. Aparte, claro, de que una y otra tenían un horario limitado.
De algún modo, todo se subsanó con la apertura en 1984 de Spook Factory, la antigua discoteca San Francisco de Pinedo.
Su transformación iba a ser auspiciada por propietarios relacionados con el pub Duplex, de la plaza de Canovas –que había diseñado Mariscal- y Triplex, un gran disco-garden de Cullera. Con Spook, el planteamiento iba a ser muy distinto al de estos dos locales. “Nos interesaba acercar a Valencia el fenómeno que se había iniciado en Sueca”, explica Bernardino Solís, propetario de Spook, “aunque personalizándolo con un estilo diferente, abriéndolo mucho a todo tipo de público, y con un horario muy flexible”.
Cierto: en los 80, en una Valencia que, desde todo punto de vista, intentaba ser moderna en cualquier sentido, había posibilidades de alargar el horario de manera muy extensiva “siempre que la sala no causara molestias al entorno vecinal”, recuerda Solís. En este caso, era difícil que sucediera, puesto que no existía (al menos, su presencia no era inmediata).
El hecho es que Spook abrió con un horario divido en dos, cerraba una media hora a las seis para volver a abrir hasta las doce. Esto convertiría al club en la primera sala con sesión matinal oficial de la península (Ibiza contaba con Amnesia). También impuso algo más: con su opción vanguardista, Spook demostró que las discotecas de playa podían dejar de ser pachangueras y de estar pensadas sólo para el ambiente pseudo-guiri. Demostró que, en aquellos años explosivos, podían apostar por ambientes y por sonidos bastante más rabiosos, algo que después sería imitado, con mayor o menor fortuna, desde Benidorm hasta Marbella.
A sólo diez minutos de Valencia, y con un horario al que se podía acoplar todo el mundo –hasta quienes se levantaban por la mañana el domingo sólo para acudir a bailar, práctica contemporánea que se inauguraba en esta sala-, el club hizo accesible la vanguardia a todos aquellos que no se la habían conocido en las discotecas de Sueca; a su vez, la prolongó para los iniciados que querían alargar el disfrute cuando aquellas salas cerraban.
Se convirtió, así, y con cierta rapidez, en el espacio por donde cualquiera tenía que pasar durante el fin de semana si quería ser considerado “alguien”. Su espíritu de transgresión era obvio casi desde el mismo nombre de la sala, que en inglés quería decir algo así como “fábrica de espectros”. Su diseño, de trazas industriales, tenía un un deje gótico y apocalíptico. Mezclaba la oscuridad con el láser, pero no renunciaba a aspectos de decoración más coloristas, la mayoría enmarcados en un estilo futurista-mediterráneo que, a ojos de hoy, resulta tan entrañable como magnético. Como resulta su propio logotipo, un prodigio de acierto en forma de murciélago con las alas abiertas de par en par, símbolo de nocturnidad y de postmoderna denominación de origen valenciana que llevó a cabo el diseñador de moda Valentín Herraiz, uno de los reyes del mambo de aquel momento.
Fue quizá además el primer club donde el aparcamiento pronto se convirtió en parte de la sala, como prolongación del ambiente interior: no tenía clientes, sino fieles devotos de todo pelaje y condición, que no querían renunciar a lo que se les ofrecía en aquella extraña y nueva religión urbana que alguien calificó como post-nuclear, propia del culto al hedonismo sin fin que dedicarían quienes podrían sobrevivir a un desastre atómico. Como era previsible, pronto empezaron a llegar visitantes de más o menos lustre provenientes de cualquier punto de España, y también de Italia y Francia (entre otros medios foráneos, la entonces influyente revista de tendencias gala Actuel habló de la sala). “Recuerdo en la sala a Jim Kerr –el cantante de los Simple Minds- , a Bumbury, a Miguel Bosé, a Almodóvar, a Carmen Maura, a Javier Bardem o a un Francis Montesinos que era muy habitual”. “Venían ejecutivos, futbolistas, estilistas, modernos, vividores, mujeres muy guapas, tipos corrientes, de todo, gente de León, de Madrid, de cualquier parte, se convirtió en algo muy abierto, que era lo que queríamos”.
La peregrinación se establecía alrededor del horario, del diseño de la discoteca, de la accesibilidad de su transgresión. Y de la música.
EN PLENO VUELO Si en Chicago, el Warehouse, el club desde donde se promovió el house y el sonido post-disco, era llamado “la iglesia de los descarriados” y tenía su púlpito en la cabina desde donde oficiaba el dj Frankie Knuckles, la religión hedonista post-nuclear de Spook iba a tener en su propia cabina un altar apto para cualquiera que quisiera llegar más allá de lo conocido. El dj que estableció las bases era el que seduciría a DJ Amable, y a tantísimos otros: Fran Lenaers. A diferencia de sus predecesores en lazona –Carlos Simó en Barraca y Toni Vidal en Chocolate- Lenaers iba a dar una importancia a la técnica de mezcla tan o más grande que la que daba al menú sonoro. Así, peripecias como poner a la vez dos copias del mismo disco de primitivo tecno alemán –e incluso australiano- para que sonara de manera atronadora, resultaron decisivas para el impacto que generaban sus sesiones. En ellas destacaba sus concesiones a los momentos melódicos, e incluso íntimos, con la incorporación a las tantas de la mañana de composiciones sinfónicas de Wim Mertens –algo insólito que creó escuela; y con el goteo de baladas de U2, de Al Stewart –el juego de Fran con la canción The Year of The Cat quizá no ha sido superado- o de Fleetwood Mac; todo ello fue imitado por muchos otros dj’s hasta el aburrimiento.
“Yo conocía el ambiente de Detroit y Chicago”, explicaba Fran tiempo atrás en una entrevista sobre su trayectoria, “eran lugares muy fríos donde la gente se reúne en almacenes convertidos en discotecas”. Fran, de algún modo, a lo largo de la segunda parte de la década de los 80 conjugaría las apuestas hacia el funk africanista y el tecno abstracto que surgían en aquella parte de América, “con lo más raro que se hacía en Europa y con la música de siempre que me gustaba: se trataba de desconcertar a la gente, de enseñarle propuestas y caminos, aparte de hacerla bailar, claro”.
Las sesiones de Lenaers eran un ejercicio de locura colectiva en la que Sisters of Mercy se hermanaba con la musculosa Electronic Body Music (EBM) belga del momento para después saltar a los brazos arty-pop de The Cars.
Y todo sin dar un respiro, en maratonianas sesiones de doce horas al estilo non-stop noche y día de grandes divos neoyorquinos de las cabinas como Junior Vasquez. Pero a diferencia del gran diva-dj americano, lapercepción que Fran tenía de su huella iba a ser hasta modesta, ya que, como sus predecesores en la zona, siempre se mostró ajeno a la importancia real de su momento. Un ejemplo: se fija oficialmente como origen de la dance music europea el año 87, cuando el dj inglés Paul Oakenfold se inspiró para sus fiestas británicas pre-acid-house en las sesiones del Amnesia de Ibiza, en las que el dj argentino Alfredo mezclaba de todo un poco, y a su aire. Pero, cronológicamente, la tendencia hacia la mezcla desinhibida se daba antes en Valencia que en Ibiza –y que en cualquier otra parte; sólo con esto, la significación de la pionera opción valenciana se convierte en esencial. Sin embargo, muy pocos se la han tomado en serio.
A principios de la década de los 90, Lenaers dejará el potencial de Spook, y empezará aventuras profesionales diferentes. Se vincularía a otros clubs de domingo -en aquella época, salir masivamente en domingo se convirtió en una especie de histeria juvenil- como ACTV y Coliseum. También, sería parte del estimulante grupo de música sintética Megabeat. Y luego, se centraría en su faceta como técnico de sonido. Tras el paso de Fran, el estilo musical de Spook fue cambiando, abriendo paso a lo que se denominó “mákina”. “Es cierto”, reconoce Bernardino Solís, “que dejamos de perseguir la vanguardia ecléctica, la avanzadilla de lo internacional, porque consideramos que esto hubiera sido una especie de obligación de vivir obsesionados por lo último que preferimos no practicar”. “No obstante”, opina, “sí que intentamos ofrecer la mejor programación posible de toda aquella música rápida y dura que arrasaba en las discotecas de la zona”.
REPLIEGUE Las nuevas generaciones –más gregarias y menos coloristas- de fiesteros militantes de toda España continuaron acudiendo a Spook durante largo tiempo, en respuesta a la leyenda que se había generado en torno a ella. Los mayores reflejos de color aún se reunían los viernes, durante largas sesiones en las que Spook continuaba su ya tradición de romper límites. Profesionales establecidos de las cabinas rupturistas de aquel instante, como Luis Bonías, iban a incendiar la pista en esta nueva etapa.
Los 90 fueron los años en que Spook se hizo más popular. Y también fue el tiempo en que iba a generar una mayor atención más allá de su clientela potencial. A causa, claro, de la atención desmedida que toda discoteca valenciana generó el verano del 93 por la muy extrema cobertura mediática que se dio a “la ruta del bakalao”, y a las distintas imitaciones del asunto que se generaban por toda España. El contexto era propicio para algo así: Chimo Bayo triunfaba, los sellos discográficos de mákina surgían como setas, los recopilatorios del estilo inundaban el mercado... y, casi de un día para otro, la palabra “éxtasis” iba a ser la más repetida por los medios. “Todo se complicó mucho”, confirma Solís, “la masificación del hedonismo valenciano, la persecución mediática, la presión que venía de todas partes... Al final era un reto llevar adelante la discoteca”.
Durante la última etapa, Vicente Mafia, entre otros, iba a encargarse de la acción de los mandos de cabina. Finalmente, Spook cerró puertas en el año 96.
Más tarde tuvo algunas encarnaciones. La que más duró fue Sound Factory, netamente makinera. Luego, bajó la persiana. A su alrededor, queda el recuerdo de aquello que logró: la apertura mental de generaciones de gente corriente que deseban más de lo que se le ofrecía, y que sólo lo econtraron en un universo de ocio que transgredía las fronteras de lo previsible.
RESURGIR A finales del 2005 Spook vuelve a abrir sus puertas, fiel a su ubicación de siempre y a su filosofía abierta y atemporal, Spook resurge con un nuevo equipo. El vuelo del murciélago se adapta a los nuevos tiempos, para todos aquellos que echaban de menos su dignidad, su prestigio y esa voluntad de permanencia en el ocio nocturno.
El nuevo proyecto se presenta rabiosamente actual, rupturista y a la vez respetuoso con lo mejor de su historia.
Fuente: www.discotequerosunidos.es